Educar es un acto de generosidad y de responsabilidad. Consiste en ayudar a otro ser a formarse, a construirse con armonía; brindándole las herramientas para que sea la mejor versión posible de sí mismo, para que alcance sus sueños. Así, educar a nuestros hijos para que se sientan felices y completos contribuirá al bienestar de todos y de nuestro entorno.
Los niños están ávidos de incorporar a su ser palabras, gestos, rutinas, perspectivas, juicios… Nosotros, al fomentar buenas costumbres, al usar las palabras adecuadas, al respaldar actitudes y comportamientos correctos, estamos educando.
Como ellos aprenden principalmente con el ejemplo, educar supone el magnífico reto de ser el espejo en el que queremos que nuestros hijos se miren. Al mismo tiempo, es una oportunidad maravillosa para ofrecer la mejor versión de nosotros mismos.
Educar es amar porque consideramos que la persona a quien educamos merece nuestro tiempo, nuestra atención y nuestro cuidado.
Si no corregimos a los niños con rotunda firmeza (nunca con violencia), si no alabamos sus logros, si no los instamos a que mejoren sus capacidades, no demostramos interés por ellos. Cada acción que realizamos con miras a educar al otro es un acto amoroso que fortalece nuestros vínculos.
Cuando los niños empiezan a ir a la escuela… comienzan a recibir información diversa y a conocer otros modelos, pensamientos y costumbres. En casa debemos estar muy atentos para subsanar los aspectos negativos que se puedan derivar de esta nueva experiencia y potenciar los positivos.
Las materias aportarán el conocimiento para que nuestros hijos se formen intelectualmente. La relación que establezcan con ellas, con el nuevo entorno y con los otros miembros de la comunidad escolar irán forjando su personalidad. Para ayudarlos, nosotros deberíamos seguir siendo su educador de cabecera.